Cuando observo una obra de arte, lo que en realidad veo es un fragmento del alma de su autor. ¿Cómo sé que es arte y no una expresión más del subconsciente? porque al estar realizada desde el alma, cuando la contemplo o escucho, la acaricio, huelo o saboreo, tal obra despierta la conexión con mi propia alma.

Los seres humanos, limitados en su necesidad de expresión, necesitan manifestar los contenidos reprimidos y almacenados en el subconsciente. Es lícito tener el anhelo de expresar lo reprimido. Se trata de ese mismo deseo que nos hace buscar la libertad y la felicidad.

Sin embargo, esa expresión del subconsciente no es arte. Puede llamársele de cualquier otro modo, menos arte. El arte lleva implícito el que una parte de uno mismo, un fragmento del ser, un pedazo del alma quede impregnada en la obra. Y, para que ello ocurra es condición imprescindible disponer de un amor infinito. Sin amor no es posible la entrega necesaria que, a fin de cuentas, es lo que eleva una obra a la categoría de arte.

¿Qué hace un practicante de meditación sentado en quietud, con los párpados cerrados y rodeado de una suave penumbra? ¿Trata de aquietar o controlar la mente? ¿Observa las sensaciones físicas? ¿La respiración, tal vez? ¿Purificar la mente?… Nada de todo esto importa. Lo que se hace es practicar la quietud contemplativa. Y así, al cultivar la presencia de ser se conecta con el alma. En esto consiste la meditación.

Una vez establecidos en la consciencia de ser, procederemos a observar el movimiento de los contenidos de la consciencia, pero sin olvidarnos de nosotros mismos, de nuestra presencia silente. En el centro del huracán siempre hay silencio, paz, amor… Sin embargo, para que tal centro pueda existir es preciso el huracán. En todo caos siempre hay un orden, y viceversa. Por ello, cultivar la presencia y establecerse en la consciencia de sí, es el sentido último y quizás también oculto de la meditación.

Presencia de ser. Eso es lo único que importa. A raíz de tal presencia deviene el resto de la creación. Cualquier creación tiene el soporte del sí mismo. Sin ese soporte no es posible crear nada. Lo que viene a suceder es que el artista queda extraviado en las creaciones y proyecciones que el subconsciente genera a través de la mente. No obstante, consideramos que eso no es arte, pues carece de alma.

Al olvidarnos de nuestra auténtica naturaleza, olvidamos que ya somos la luz de la consciencia. Al volcarnos hacia el exterior, en un vano e inútil intento de encontrarnos a nosotros mismos, nos convertimos en protagonistas de la mayor tragicomedia jamás escrita. Si se observa con el suficiente detenimiento y objetividad, veremos que tal representación a la que llamamos vida carece de todo sentido, pero así es como ocurre. Así pues, lo único que es posible percibir es el sin-sentido que nos rodea y del que, en alguna ocasión, nos vemos impelidos a participar.

A través de la conexión con la consciencia que la meditación proporciona es posible tornarnos conscientes de nuestro propio sin-sentido. El cuál, en un acto de lucidez, será posible convertirlo en locura consciente. Hago. Sé que hago. Conozco la naturaleza de aquel que hace… y no me identifico con la obra, tan sólo sé que sucede a través de mi.

Construir la vida desde la consciencia es darse permiso para expresar el Ser sin los obstáculos generados por los condicionamientos e impresiones mentales adquiridos a lo largo de la existencia. Cuando se comprende el valor de la presencia, y su cultivo a través de la meditación, es cuando se incorpora a todos los actos de la existencia. No importa lo que haces, sino cómo lo haces. Pero, sobre todo, desde dónde lo haces.

La meditación es el instrumento idóneo que permite realizar de la vida una obra de arte. Obra de arte, cuya materia prima es tu presencia de ser, tu alma.

Que el silencio interior, la paz y el amor colmen tu corazón

 

Publicado en la Revista “Universo Holístico” – Diciembre 2.009

 

 

 

 

 

 

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